viernes, 11 de noviembre de 2016

Los movimientos del cinco

Sueño fútbol desde que los viernes a la noche me ponía las medias del Argentino antes de irme a dormir, para levantarme al otro día, ir al club y jugar con mi categoría la fecha del baby. Ese día fue mi segundo de entrenamiento en las divisiones inferiores de Deportivo Morón, lo que suponía el comienzo de la carrera. Había empezado con una patinada, dándome la cabeza contra el piso.

Porque estoy en pelotas, a punto de abrir la canilla de agua fría por segunda vez. Al mediodía, cuando llegué de la práctica, me bañé y comí. Pero después de tirarme en la cama y sentirme acalorado, algo sofocado, decidí volver a meterme en el baño. Al fin y al cabo es enero, y en el techo la membrana arde. Estiro la mano y la choco contra la pared sin revocar. No sé si se movió la canilla o si me moví yo. Ese mareo, me digo, se va a ir con la ducha.

Con el secador, acerco el agua a la rejilla. Lo mínimo para poder pararme en un cuadrado, secarme y ponerme el calzoncillo. Voy a volver a recostarme en la oscuridad de la pieza y, a lo sumo, poner algún partido en la tele, de fondo, para estudiar los movimientos del cinco. El primer intento confirma que la inestabilidad permanece en el cuerpo. Me encorvo, apenas; levanto el pie derecho y le erro al calzón, paso de largo y rozo la tapa de plástico del inodoro.

Antes de que lo vuelva a intentar, se corta la transmisión: el punto blanco al centro, la pantalla en negro, el silencio.

Afuera, mi vieja trabaja los detalles con perlas de un vestido de una mujer que se va a casar. Mi hermana juega en la computadora a Los Sims. Mi viejo salió a hacer el reparto con el auto. Pasa el tiempo. No salgo del baño. Llaman por teléfono. Es para mí: mi amigo Seba. Golpean la puerta, me llaman, gritan, no respondo. Mi vieja piensa que pasó lo peor y, esta vez, no está lejos del dramatismo. Mi hermana escucha y la garganta le comienza a picar. Adentro estoy tirado en el piso, el culo de costado, la espalda retorcida, un golpe en la cabeza, los dientes apretados, bañadito. La puerta está cerrada con llave. A los catorce años no está bueno que alguien entre en un descuido y, oh, te vea desnudo.

Si dormir es estar un poco muerto, tener una convulsión en bolas sobrepasa cualquier vergüenza. Las tres puertas del pasillo que conectan con el living se abren con una misma llave. La opción de tirar abajo la puerta crece a medida que mi vieja empuja la llave puesta con otra de las llaves de las puertas. A cada segundo que escucha el llanto de niña de mi hermana. En cada puteada a mi viejo porque justo en este momento está ausente. Por cada nervio que le recorre y le recuerda el abandono de su padre. Hasta que logra sacarla de la hendija, y la llave cae, rebota y choca contra mi cuerpo. Mi tía, su hermana mayor, la que la cuidaba de chica y ahora le ayuda en la casa y con los vestidos, ya está en la puerta con el vecino y su auto encendido.

–¿Puedo seguir jugando, no? –le pregunto a mi viejo cuando abro los ojos en la clínica, aún con un hilo de baba en la boca. Recién después levanto la sábana: tengo puesto el peor calzoncillo del mundo.